Vamos a viajar un poco… pensemos en el mar  ¿Conocen a alguien a quien observar el mar con su oleaje calmo no le genere tranquilidad? Es quizás una cualidad que le otorgamos al mar, la de significar calma, inmensidad y por qué no vacaciones y relax. Quizás el fenómeno más hermoso del mar, en contraste con otras masas de agua en la superficie terrestre, son las olas. Una ola es una ondulación de agua sobre la superficie del mar capaz de viajar muchos kilómetros por su superficie a velocidades muy variadas para morir en las playas. Es ese aviso que llega hasta la costa; ese mensaje del viento desarmándose plácidamente sobre la orilla.

Normalmente,  las olas se forman por el viento aunque su historia comienza muy lejos, en el sol . Los rayos del sol calientan la atmósfera y como unas partes se calientan más que otras, se generan los vientos. Cuando el viento sopla sobre el mar, las partículas de aire rozan a las partículas de agua y se comienzan a formar pequeñas olas de pocos milímetros de longitud, llamadas ondas capilares, ondulaciones capaces de alimentarse del viento e ir tomando forma hasta llegar a su cresta para desarmarse lentamente y descansar en la orilla.

Sin embargo, no todos los mares ni todo el tiempo presentan olas calmas. Si el viento sopla a lo largo de muchos metros o varios kilómetros, las ondas capilares crecen y se van formando olas mayores, que pueden  llegar a tener alturas de hasta 10 o 15 metros . Y entonces creo que estaríamos de acuerdo que en estos casos el mar adquiere otras características que ya no asociaríamos a la calma o al relax.

Un poco como el mar, también las personas tenemos oleaje  ¿Cómo? Sí, nuestras olas son olas emocionales. Pensemos un poco más en esto: como las olas, las emociones son experiencias internas que van tomando fuerza por el efecto de un evento desencadenante, capaz de incidir sobre nuestros pensamientos, sensaciones internas e impulsos de acción que en conjunto subirán y llegarán a un pico , la cresta de la ola, en su máxima expresión para luego bajar y disiparse o extinguirse. Parece entonces que, como a las olas, a las emociones hay que surfearlas (transitarlas) para llegar a la estabilidad de la orilla. Si lo pensamos así, hasta puede sonar divertido.

Sin embargo, aunque la mayoría de las emociones solo duran de segundos a minutos, su intensidad es variable. Para seguir con la analogía, dependiendo de algunos factores que analizaremos a continuación, esas olas emocionales pueden ser más altas, más intensas. Y como las olas del mar, a las emociones intensas nos resulta más complicado surfearlas.

Veamos entonces cómo es una ola emocional:

Veremos factor por factor para comprender un poco más estas ondulaciones internas que nos visitan a diario.

Como el mar, no todo el tiempo las personas estamos del mismo modo. Hay días que estamos más calmas, generalmente cuando dormimos mejor, cuando no estamos atravesando situaciones de estrés ni tenemos preocupaciones y / o nuestra alimentación está siendo equilibrada, ente otras cosas. Otros días, la marea viene más complicada. Pensemos en la situación actual, pandemia de por medio, quizás nos cuesta más conciliar el sueño, tengamos preocupaciones de cómo llegar a fin de mes con los ingresos disponibles, estemos lidiando más que de costumbre con la incertidumbre y eso genere un estado de mayor alarma en general. Estos factores son factores de vulnerabilidad que me colocan en una posición de sensibilidad a experimentar determinadas emociones ante ciertos estímulos. ¿Qué quiere decir estar vulnerable? Significa estar más sensible (más expuesta), frente a la ocurrencia de determinados eventos que quizás en otros contextos no significarían mucho, a experimentar emociones intensas.

Ahora bien, estar vulnerable no es condición única y suficiente para experimentar olas emocionales. Parte indispensable para que esa ola se desate es la aparición de un estímulo disparador que puede ser interno, es decir, de la piel para adentro (un pensamiento, un recuerdo, una preocupación, una sensación interna, etc) o externo, algo que ocurre en el mundo exterior (alguien me dice algo, se cancela un objetivo personal, pierdo algo valioso, etc). Si eso no pasara, si ese evento no se diera la emoción no se desencadenaría. Y es importante discriminar este evento disparador, porque a partir de ahí la ola va tomando forma e intensidad y es el factor que como la primera ficha del efecto dominó cae y desencadena las reacciones consiguientes.

Y en esa ola emocional, no podría faltar algo que a las personas se nos ha dado como un atributo valioso y dañoso según cómo suceda y qué función adquiera: el pensar. Frente a los sucesos de la vida, una de las respuestas más automáticas y humanas es realizar una interpretación de dicho suceso, es decir, analizar, evaluar y otorgar un sentido al evento de acuerdo a nuestras creencias y experiencias. Muchas veces esta construcción cognitiva frente al suceso puede adquirir más fuerza o realidad que el suceso en sí. Es probable que si la interpretación de un evento disparador fue “me quisieron atacar”, o “a esa persona lo le importo”, o “todo lo que hago está mal” la ola emocional vaya tomando altura con mayor velocidad en contraste a la altura que podría tomar si no mediara esa interpretación del evento ya menudo lo que realmente desata la emoción es el sentido que le damos al evento disparador y no el evento en sí.

Cuando la ola emocional ya está creciendo podemos notar cambios biológicos complejos y rápidos que muchas veces acontecen en simultáneo o al menos así se perciben en la experiencia interna. Pensemos que las emociones muchas veces cumplen la función de impulsar acciones de supervivencia como el ataque o defensa (enojo), la huida (miedo), el autoresguardo (tristeza), etc. Para que estas acciones puedan ponerse en marcha, todo un conjunto de cambios neuroquímicos tienden a activarse. Cuando la función de la emoción es desacelerar el cuerpo y disponer al reposo (por ejemplo con la emoción de la alegría o el amor), el sistema que se pone en marcha es el parasimpático. En cambio, cuando estamos bajo estrés, se pone en marcha un sistema de activación (sistema nervioso simpático) que aumenta nuestro ritmo cardíaco y la presión arterial, enfría la piel, causa sudoración, aumenta el ritmo respiratorio, entre otras. Esto nos prepara para la acción. Frente a esta activación biológica, es natural percibir sensaciones físicas concretas por ejemplo el experimentar enojo: tensión muscular, calor en las manos, agitación corporal, etc. Y estas sensaciones físicas están preparándonos para la acción, por lo cual es natural sentir impulsos a actuar de determinada manera, por ejemplo golpear algo o a alguien. Es importante discriminar que impulso de acción no es lo mismo que acción.

Mientras que el impulso son las ganas (internas) de actuar de determinada manera, la acción involucra hacer concretamente algo, es decir, ejecutar una conducta (externa). Como otras de las funciones centrales de las emociones es comunicar a los demás y comunicarme a mí misma lo que está sucediéndome, tiene sentido que el cuarto factor de la ola emocional sea una expresión concreta (tanto en términos verbales como no verbales: lo que digo y lo que hago o dejo ver gestual y facialmente).

A este punto ya estamos llegando a aquella tan mencionada “cresta de la ola emocional”, ese viento inicial que desató la emoción (evento disparador) ha generado la suficiente ondulación y movilizado una serie de interpretaciones, sensaciones físicas, impulsos de acción y expresiones concretas de la emoción. ¿Qué más podría ocurrir luego?

El mar siempre arrastra cosas con sus olas hasta la orilla. Y del mimo modo ocurre con las personas. Cada ola emocional trae alguna consecuencia. Ese sacudón interno de la ondulación emocional, dependiendo de la intensidad y altura de dicha emoción, nos deja cierta activación física, muchas veces también deja como efecto otras emociones secundarias o afecta nuestro funcionamiento cognitivo y/o nuestras relaciones interpersonales. Las consecuencias podrán ser mayores o menores, agradables o desagradables dependiendo de la intensidad de la ola emocional y de nuestra capacidad de regular su altura priorizando la efectividad en dicho momento.

Comprender nuestra experiencia emocional, entender esa ola que ahora me visita, me permite surfearla habilidosamente y tener a mano herramientas que sirvan para apaciguar la ola cuando sea necesario. Una buena experiencia de surf emocional, requeriría tener a mano algunas que otras habilidades susceptibles de ser usadas allí mismo, en la práctica. El primer paso es identificar sobre qué factor de mi experiencia emocional puedo intervenir en ese momento.

De comienzo, si reconozco que habitualmente dormir mal, no tener actividades placenteras durante la semana, tomar alcohol, pasar muchas horas en la cama viendo series, me ponen vulnerable a experimentar emociones intensas, deberíamos reducir esos factores de vulnerabilidad. ¿Cómo hacerlo? Ocupándome de cuidar mi salud, ordenando mis hábitos de sueño, realizando actividad física de manera regular, entre otras. A su vez, también podría servir sostener una rutina de actividades placenteras y ocuparme en construir acciones orientadas a mis metas personales y valores, ya que en general acumular experiencias positivas y sentir que tengo dominio sobre las acciones de mi vida reduce mi sensibilidad a experimentar emociones intensas desagradables.

Si, por otro lado, identifico que ciertos estímulos o eventos disparadores tienen un impacto negativo sobre mí, o tienden a desregularme emocionalmente, quizás por un tiempo podría evitarlos o si es algo que tiende a repetirse en mi vida, sería efectivo resolver el problema que lo causa. Por ejemplo, si discutir con mi pareja es un evento regular desencadenante de emociones intensas, podríamos buscar ayuda en terapia de pareja para encontrar otros modos de vincularnos.

A veces no puedo evitar esos estímulos desencadenantes porque no los anticipaba o porque es la primera vez que ocurren y no se encuentran bajo mi dominio. Pero quizás reconozco que la ola emocional empieza a crecer de manera proporcional a cómo interpreto ese evento, más que por el evento en sí. Si mi interpretación de la discusión con mi pareja es que “no me quiere y está queriendo dejarme”, quizás el sentido que le otorgo a la discusión más que a discusión en sí, esté desatando mi emoción. Podría servir en este caso buscar otras maneras de leer la situación o interpretarla: “piensa distinto a mí”, “estamos acostumbrados a discutir aunque eso no signifique que quiera dejarme”, “no tiene habilidades para plantearme las cosas sin que suenen a discusión”, etc. Podría inclusive preguntarle “¿Pensás distinto y por eso me planteás esto o en realidad estás cansada de mí y discutís porque querés irte?”. A veces, solo pensar diferentes alternativas o ampliar nuestra visión de las situaciones puede apaciguar la marea emocional y evitarme consecuencias más desafortunadas. Verificar los hechos y contrastar mis interpretaciones con la realidad, puede regular mi emoción.

Si en esta ola emocional, he reconocido su intensidad o presencia cuando mis experiencias internas o sensaciones físicas se han activado, puedo utilizar habilidades de distracción, por ejemplo si me duele la panza, poner mi atención en otra cosa, o habilidades para cambiar la fisiología de mi cuerpo por ejemplo si siento tensión muscular puedo darme un baño de agua fría o salir a correr.

Ante la percepción de un impulso interno de actuar tal como la emoción me sugiere podría resultar muy habilidoso hacer algo que llamamos acción opuesta. No siempre las acciones que tenemos ganas de hacer bajo el dominio de la emoción son efectivas en esa situación. Podría sentir deseos de gritarle a mi novio, atacarlo y decirle “sos el peor, no me querés y solo pensás en irte”, y quizás esa no sea la conducta más efectiva en ese contexto porque terminaría generándome consecuencias que lamentaría luego, como que se enoje y realmente se vaya. Si reconozco ese impulso, puedo frenarme y disponerme a hacer lo contrario a lo que mi emoción me incita a hacer y quizás retirarme del espacio, salir a respirar aire fresco o abrazar a mi gata como acción opuesta a mi impulso de acción. Podemos cambiar nuestras emociones modificando nuestras expresiones faciales y corporales, ya que el feedback que el cerebro recibe al cambiar nuestro gesto, relajar nuestros músculos y actuar contrariamente al enojo, inhibe las señales cerebrales que activan el enojo, por ejemplo.

Supongamos que no pudimos bajarnos a tiempo de la ola emocional y que no aplicamos ninguna de las habilidades anteriores en cada momento oportuno, ya estaríamos entonces probablemente bajo los efectos o consecuencias de dicha ola emocional. ¿Quiere decir esto que ya no hay nada que pueda hacer? No, aún hay algo que puede servirnos para no empeorar el momento y sobrevivir a dichas consecuencias: tolerar el malestar. Si bien no puedo cambiar las circunstancias en las que me encuentro una vez que la ola emocional ya ha ocurrido, sí puedo cambiar cómo vincularme con esas circunstancias, utilizando la distracción con otras cosas como salir a caminar o hablar con alguien que me agrade, mejorando mi momento poniendo música y prendiendo un sahumerio, cambiando la fisiología de mi cuerpo si ha quedado muy activada tras la ola o a partir de la emoción secundaria que ha dejado la ola, dándome un baño de agua fría o agarrando hielos con las manos o calmándome a través de mis cinco sentidos, tocar algo suave, comer algo dulce, oír un podcast, ver una película cómica, prender una vela con aroma. No podemos modificar las consecuencias de la ola pero sí al menos no empeorarlas.

Surfear olas emocionales puede ser un deporte que hagamos a diario. Quizás ya lo estemos haciendo o quizás hasta ahora las olas me hayan estado sacudiendo. A veces es efectivo simplemente dejarme llevar por la ola sin intervenir demasiado, y otras esta serie de herramientas pueden hacerme una mejor surfer. Como todo deporte, este también requiere práctica! ¿Lista para surfear?